ENSAIO

El arroyo Morosoli – pt. 3

Imagem: Reprodução

Paulo Damin
Caxias do Sul – RS

Aqui, a terceira parte do ensaio inédito de Paulo Damin
para o escritor uruguaio Juan José Morosoli (1899 – 1957).
Leia por aqui as partes 1 e 2 do ensaio.

Dos soledades

La ética de la soledad puede resumirse en un aforismo: “el hombre empieza cuando comienza en él a crecer la soledad” (La soledad, p. 54).

Pero vamos a leer un poco más:

“Es que hay dos soledades. La del hombre que la conquista para descifrarse, y que sale desde su interior ya alumbrado con ella, y la que va ganándole de afuera —de las cosas, del paisaje sin cosas— que él mismo pudo crear para embellecerlo—, del paisaje también con soledad que va desde afuera hacia adentro para poseerlo” (La soledad, pp. 54-5).

Para que veamos cómo la soledad, en Morosoli, era un programa ético y estético, más que un simple tema que le interesaba usar en la escritura.

Dos soledades. Una buscada, que conquistamos de adentro hacia afuera. Otra inevitable, que nos conquista de afuera hacia adentro.

Es necesario conocer las dos para ser un ser humano entero, o libre. Si no buscamos la soledad interna, nos dejamos llevar por la multitud. Si no sufrimos con la invasión de la soledad externa, es porque no vivimos de verdad en el mundo.

Tal vez por eso Leonardo de León me dijo que Pepe era “zen”. Morosoli veía valor en buscar la soledad, comprenderla, aceptarla, vivir a partir y a pesar de ella. Eso es lo que podría considerarse sabiduría.

“El narrador tiene que ‘utilizar’ él también la soledad, que es como decir que debe ser un poseedor de las dos soledades. La que conquistó para descifrarse y descifrar —la que sale de adentro hacia afuera—, y la otra —la que viene de la soledad de las cosas y penetra los hombres, la conquistadora— que él tiene que contener también, entender y sufrir para utilizarla como instrumento creador, sustituyendo con ella la palabra que es, según vulgar definición, la expresión de las ideas” (La soledad, p. 62).

El escritor tiene que conocer las dos soledades, sentir el placer y el dolor de cada una. Está atento, reconoce y puede hablar de las dos porque las vive, trabaja con ellas y sobre ellas. Es que, como señala Oscar Brando (Vivientes, 2007, p. 86), “no solo los personajes cultivan el silencio. También la narración trabaja con lo escondido, busca decir lo que no se dice (ejemplar el final de Soledad) o crear una sensación de vacío que ensanche el misterio de lo que está dentro”.

Todos los cuentos de Morosoli son ejemplos de eso. O la soledad ya está consolidada, o la narración trata de hacerlo. Las tramas de los cuentos nacen de esos conflictos. A veces el personaje se ve sorprendido por la soledad externa y descubre que es frágil porque no trabajó la soledad interior (La soledad, El cumpleaños). A veces el personaje resiste para conservar su soledad, pero acaba teniendo que ceder al mundo (Barbano, Los viejos). Otros desafían la soledad externa, armados con la solidez de su propia soledad (El disfraz de caballo). Y hay personajes que parecen intentar escapar de ambas soledades (Los tres compañeros).

Supongo que podríamos analizar todos los cuentos de Morosoli a partir de esa idea que propone en sus ensayos.

Dos interiores

Como existen dos soledades, existen dos interiores.

Está el interior dentro de uno (la mente, el alma, las entrañas) y está el interior que es el lugar donde uno vive, o sea, el espacio geográfico, el interior como lo que sobra, a partir del momento en que una historia política y económica define dónde será la capital.

El primero es el interior que somos, el otro es donde estamos.

La extinción que narra Morosoli está en ambos interiores. Es la literatura sobre el interior que no tiene más cabida en el mundo, como ciertas profesiones: el tropero de pavos, las mortajeras, la rezadoras, el changador; pero también es la literatura sobre una postura que se está volviendo rara en el mundo: la contemplación, el silencio, la capacidad de estar solo, pensando.

El escritor escribe sobre el propio interior para exteriorizar algo que está desbordando, después que se siente más que “culminado de sus propias resonancias”. En el caso de Morosoli, el interior campero, derrotado, que resonó dentro suyo por ser de donde era.

Es el motivo por el que hay poesía en la obra de Morosoli. No era solo un documentalista de las costumbres, un cronista del interior uruguayo, de los trabajadores de Minas. Lo que le da poesía a ese interior geográfico y antropológico es que Morosoli lo cantó con su interior mental, su energía.

***

Julio Da Rosa era un joven que reunió coraje para escribirle al “maestro”. Morosoli le respondió, en una carta de 1949 o 50:

“No me diga Ud. maestro porque nos vamos a llevar mal. No. Escribo cuentos. Y nada más. Le gustan a Ud. Me alegro. Todo está en el paisaje y en el hombre. Y como todos los hombres son novelables y todo paisaje tiene algo de los hombres que lo caminan, salen cuentos. Y nada más. Sería cuestión de calentar una silla charlando con Ud. Yo creo que esto sería lindo. O mejor charlar bajo un árbol, al lado de una cañada de estas de mi pueblo, que uno no sabe si son barullentas o rezadoras”.

Charlar bajo un árbol, cerca de una cañada, es la imagen de la confluencia entre el interior geográfico y el interior de cada uno. Entre la soledad que sale del interior de la persona y la soledad del paisaje.

En ese encuentro, el valor principal es la tranquilidad. Por eso el tema del silencio es tan estimado por Morosoli. El silencio es el sonido de la soledad. El sonido de la paciencia, de la infinitud de la pampa, el sonido interior, de las tardes morosas…

La extinción en los cuentos de Morosoli es el fin de ese interior como paisaje pacífico y como capacidad meditativa del ser humano. ¿Qué es la soledad sino el alma, el espíritu, el mismo ser humano?

Sin la voluntad de estar quieto simplemente escuchando a los pajaritos bajo un árbol, observando un arroyo, ¿cómo será el lector?

***

En la obra de Morosoli también aparece el embate del interior contra el exterior en el sentido de una vida interna, espiritual e íntegra, contrapuesta a la vida externa, material y vacía, pues lo exterior es solamente la piel, la superficie, solo la apariencia, que incluso puede maquillarse.

Una cosa tiene mucho que ver con la otra: el interior de la geografía y el interior de uno. Hay culturas que dicen que un árbol es un ser animado, un río, los bichos, todos animados, y se ponen a fabular sobre el interior de esos seres que son árbol, bicho y río. Hay gente que vive y piensa así hace siglos. Los indígenas, por ejemplo. Morosoli heredó eso. Mirar hacia el interior, dudar del ser humano como rey de los animales no viene solo del socialismo.

Por ejemplo, el cuento El campo, donde el campo es un personaje que va como tragándose al hombre. Es el interior geográfico abarcando el interior del individuo. Si es posible, en ese caso, hacer una lectura de un gesto violento, es porque el hombre veía el campo no como un interior, sino como un exterior, un otro que no formaba parte de él. El lector, sin embargo, el que fue educado por la filosofía morosoliana según la cual “todo paisaje tiene algo de los hombres que lo caminan”, jamás acusaría el campo de haberle invadido el alma al personaje. Lo que sí pensará ese lector de Morosoli es que el campo solamente está recuperando lo que es suyo.

Otro ejemplo es Andrada, el tipo que lo único que deseaba era visitar el monte, como quien va a visitar a un pariente o un amigo, y como quien se considera “una planta más”. Y le gustaba tanto el campo, que al morir también se volvió campo.

Es una historia de metamorfosis. El interior individual fundiéndose con el interior geográfico: una persona volviéndose el espacio que la abriga. Es la confluencia de las soledades: volverse uno con el otro que es la naturaleza, el todo.

***

Leer a Morosoli me hace escribir mientras duermo.

Viajaba al interior, era una elevación de una montaña, la subida de mi barrio, rodeada por un monte de araucarias y eucaliptos. Potreros, en los que había vacas, toros, algún caballo, y alguna cosa en la ruta que paraba el tránsito.

Era raro porque no había casi ningún auto, solo una camioneta delante de mí, una pareja. Yo pensaba: están yendo al mismo lugar que yo. Entonces entraba con ellos en la camioneta para que fuéramos juntos al lugar donde estábamos yendo. O sea, Minas, Lavalleja, Uruguay.

Ahí se podía ver por qué el tránsito no avanzaba. Había un toro inmenso, con unos cuernos grandes como cuerpos de toro. Las orejas parecían las de Dumbo, y el toro incluso volaba, casi volaba, mejor que volaba: daba vueltas carnero, de un lado al otro cruzando la ruta.

Saltando por encima del alambrado, giraba y hacía un doble twist carpado y caía perfectamente en el potrero. Volaba por encima de todo en un gesto de gimnasia artística. Y no era el único toro capaz de hacer eso, todos podían hacerlo, todos eran del mismo tamaño. Y tal vez algunos fueran vaca. Estaban enojados con alguna cosa, quizá con el turismo, o con la gente que estaba ahí paseando en esa ruta que cortaba el campo.

Tal vez pudiesen decir:

—En mi pago la tierra va siendo transformada. En los más bellos lugares, profanada. El turismo en grupos, que siembra latas de paté vacías y papeles engrasados, es enemigo del paisaje y del silencio. No es el turismo de los gozadores de la naturaleza. De los que se detienen por horas bajo un árbol oyendo discurrir una cañada o viendo viajar lentamente una nube o sintiendo el hervir de alas y trinos de una bandada de jilgueros cabeza negra. Son gentes que resbalan sobre el paisaje y el hombre y el tiempo. Gentes que viajan no por el deseo de comprender mejor sino por incapacidad de estar quietos y colmados de sus propias resonancias (La soledad, p. 69-70).

El animal

Un pozo es un lugar que recibe el agua que viene de diferentes lugares y se acumula. Morosoli, por ejemplo. Yo estaba andando con mi horquilla, sentí que había agua buena. Cavé, fluyó. Cavé más y el caudal aumentó. Puse unas piedras alrededor, cavé más, el agua no paró de brotar, se hizo un arroyo. Podría quedarme en el mismo lugar días enteros.

A mí, si me dejan, me tomo un mate de café y me puedo pasar el día leyendo. Me levanto diez horas después con dolor en la espalda, en la nuca, en las piernas, pero todo bien, yo soy un lector no un atleta. Lo que quedará de mí después de la muerte no es un músculo firme. Ni un ojo va a sobrar. Del lector nunca resta nada, el lector se va entero al más allá.

Uno es lector todo el tiempo, para siempre, incluso ciego, incluso muerto. Pero el escritor es el lector que quiere seguir vivo de algún modo, entonces la manera que el lector tiene de dejar alguna cosa es volviéndose también escritor de sus lecturas.

Ese lector que se vuelve escritor es porque quiere charlar con quien lee. Es una persona que pasó algún momento crucial de la vida leyendo sola, pasó un momento entero siendo la única persona que se escondía en la despensa, mientras las otras hacían deporte o disparaban armas.

El lector es un animal que sabe estar solo, en silencio. Este libro es sobre un animal que escribió sobre quien quería estar solo, en silencio.

***

Hay muchos animales en los cuentos de Morosoli. Perros y caballos, principalmente. Su cuento antológico sobre un animal está en Perico. La querencia olvidada es el título. Un caballo viejo que no servía más, entonces el dueño lo soltó en la ruta:

“Comprendía que era libre. Pero la libertad sin destino no tiene valor. En el atardecer levantó la cabeza hacia los astros. Aspiró los vientos. Buscaba en las luces lejanas y en los vientos viajeros la querencia olvidada. Al amanecer comenzó a marchar hacia su infancia. La libertad tenía un destino.”

Ahí está, como siempre en Morosoli, declarada la importancia de un sentido para el viaje. Y está la idea de infancia como un territorio precioso. ¿Podría ser una especie de melancólica “edad de oro”?

Duelo y melancolía

Luis Augusto Fischer propone una “teoría de las tres actitudes”, en la que aprovecha la distinción freudiana entre duelo y melancolía para reflexionar sobre literatura, y agrega, a los conceptos freudianos, el de euforia (Duas formações, uma história, 2021).

La elaboración del duelo, según Fischer, puede servir para “pensar sobre la literatura (y el arte) que se dedica(n) a procesar una pérdida significativa, como frecuentemente ocurrió con el mundo natural, el mundo primitivo (del interior, pero también de las ciudades, aún más en periferias del mundo, como América del Sur), barrido por sucesivas olas de modernización” (p. 379).

Es el caso de la obra de Morosoli: el fin de un mundo, sobre eso escribió.

La actitud melancólica sería una “reacción paralizante, tendiente, en el caso de la literatura, al reaccionarismo, a la celebración del pasado como tiempo ideal”. Fischer cita, como ejemplo, a Cyro Martins, autor de tema rural, que se dedica a los gauchos pobres, “el gaucho a pie”, que no sirve más como peón de campo y acaba sobreviviendo en las periferias. Pero la melancolía también tiene un aspecto de autodepreciación, un potencial de violencia contra sí mismo y los demás. En el contexto uruguayo, tal vez la obra de Juan Carlos Onetti tenga buenos ejemplos de eso.

El duelo, sin embargo, sería una actitud madura de superación de la pérdida y del trauma. En el duelo, el sujeto sabe que el que murió no fue él; sabe, además, que el objeto amado murió realmente, mientras que en la melancolía es como si el objeto (una persona, una patria, una época) no hubiese muerto de verdad. Según Fischer, ejemplos de literatura que trabajan el duelo son las obras de Simões Lopes Neto, Guimarães Rosa y Graciliano Ramos. Autores que tratan dramas rurales y que manejan sin sensiblería los infortunios: lo aprovechan, a propósito, para enunciar una crítica.

Ya la euforia sería la ausencia de ese potencial crítico (que hay también en la melancolía, pero ahí a moco tendido). La euforia es una exaltación de las novedades, una actitud vanguardista. Fischer cita como ejemplo el gauchismo, la celebración de costumbres encaradas superficialmente: el baile, el asado, el mate, la china, el pingo…

En Morosoli no hay nada de euforia. Pero entre duelo y melancolía, ¿qué predomina?

***

“Cuadri es pues historia, documento, clima espiritual y moral y sentimental de un tiempo que fue algo como el tiempo de la niñez de los pueblos, cuando el mundo tenía aún cierto infantilismo fresco y feliz” (La soledad, p. 111).

Así se refiere Morosoli a su amigo, el poeta Guillermo Cuadri, que había muerto en octubre de 1953. Así suena Morosoli melancólico.

No quiere decir que Morosoli también quisiera ser “historia, documento, clima espiritual y moral y sentimental de un tiempo que fue algo como el tiempo de la niñez de los pueblos”, pero quiere decir que para él esos eran valores. Y lo más significativo: la visión de que, antiguamente, “el mundo tenía aún cierto infantilismo fresco y feliz”.

Se lee cierta idealización del pasado en esos comentarios, como también en otros textos suyos sobre la infancia. ¿Pero será que la melancolía que hay ahí, en este texto sobre Cuadri, no debe atribuirse más bien al inicio de un proceso de duelo? O sea: al hecho de que no se trata de un texto de ficción, sino de un comentario sobre la fatalidad, sobre un dolor propio.

¿Será que Morosoli, en vez de melancólico, sería un autor que trabaja a partir del duelo?

Tenemos que ver sus cuentos. Incluso los antológicos:

“Los amigos había que aceptarlos como eran.

Admitir que como venían se podían ir. Se perdían o se encontraban de golpe o despacito. Igual las mujeres.” (Andrada)

Ahí está Andrada, el que sentía una gran amistad por el monte y por el campo, y que no tenía expectativas con respecto a la eternidad de las relaciones humanas. Suena como un duelo ya elaborado.

“¿Esos viajeros, figuras pequeñas, negras, abstraídos en sí mismos, sin curiosidad y sin lucha por ser de otra manera, esos eran los gauchos?” (Los albañiles Los Tapes).

Ahí está el narrador recorriendo la mente de un europeo, Cópola, y reflexionando sobre el destino metafísico de los hombres de campo. El personaje se asusta, porque el vislumbre de la muerte y de la pobreza le amplian  la consciencia de sí mismo. Y Morosoli, o su narrador honesto, a la distancia: la táctica de un personaje extranjero para darle relieve a la crítica, para destacar el diálogo. Nada de llanto.

 “Unos silencios que a Sabino le daba miedo despertar, y más miedo aún sufrir, porque eran unos silencios donde se escondía una cosa tremenda. Correa no era sino eso: un hombre con una cosa tremenda dentro. Una cosa que vaya a saber lo que era.” (El campo)

El peón viendo al patrón que es devorado por la incapacidad de ser feliz, a pesar de la riqueza. Pero el peón está inmune a eso, no obstante el recelo de que la melancolía sea contagiosa. Aquí, de nuevo, un punto de vista maduro: la visión de afuera, la visión a partir de la salud, aunque dolorosa. Duelo, en vez de melancolía.

***

Podríamos continuar. Tal vez haya seleccionado cuentos que me permiten defender la idea de Morosoli como un autor del duelo. Un lector más lúcido, como Oscar Brando, aportaría otras ideas.

Por ejemplo en Interiores, la biografía que publicó en 2009, considera que puede haber una diferencia entre dos líneas en la producción de Morosoli: una que trata más de la infancia, con textos de formación, y presenta “la infancia como refugio y la adolescencia como prueba”; y otra que culminó en los cuentos de Tierra y tiempo, en los que se destacan “el adelgazamiento de la anécdota, el juego de los climas y el sesgo de los personajes que son casi sombras”. Si aceptamos esa lectura, podemos decir que en la línea de la infancia hay más melancolía, mientras que en la línea adulta prevalece el duelo.

Del mismo modo, Heber Raviolo comenta en el prólogo a la novela Muchachos que, significativamente, “la nostalgia que destila Morosoli en estas evocaciones” sobre la poesía y la época de Guillermo Cuadri casi no aparece en su ficción.

Pero hay algo curioso. Raviolo dice que Morosoli no es melancólico en Muchachos, en tanto que el propio Morosoli dice que fue movido por la melancolía al escribirla:

 “Es aquel libro que deseamos escribir para asir un tiempo que se nos fue en los amigos que murieron, las costumbres que cambiaron, y que puede morir totalmente para nosotros mismos si no cumplimos el deseo de escribirlo. No he escrito una obra de arte sino que he mirado hacia mi niñez natural y melancólicamente.”

Entonces parece que habría una diferencia entre la actitud con que Morosoli veía el mundo (melancólica) y el arte que realizaba (de duelo). La melancolía se muestra más en los cuentos de formación y en las conferencias porque Morosoli expresaba su pensamiento de modo más directo. Y el duelo, por otro lado, aparece en trabajos más elaborados, en que se reconoce una superación del malestar, como también personajes más maduros y conscientes de su condición de vivientes y trabajadores.

Tal vez yo prefiera pensar en Morosoli como un autor en el que prevalece el duelo porque la teoría deja implícito que hay una calidad superior en el duelo sobre la melancolía, lo que viene ya de Freud, pues la melancolía es un estado patológico; el duelo, no.

¿Pero eso no es una definición de arte? La elaboración madura, por el lenguaje, de las ideas y de los sentimientos. Si decimos que en la obra de Morosoli predomina el duelo, decimos que es un artista.

***

José era el nombre de Morosoli que lo diferenciaba del padre, que se llamaba Giovanni, o sea, Juan. Como es tradición, recibió el apodo de Pepe.

Firmaba textos como Pepe, al principio, en crónicas periodísticas. Por modestia, tal vez, como quien dice que sigue siendo el tipo del pueblo, que no se va a dar aires de grandeza solo porque escribe. O incluso porque no esperaba que se lo tomaran en serio: “yo, Pepe el de los viejos amores por las cosas viejas de mi pueblo”, dice en Andrade (La soledad, p. 176).

Oscar Brando comenta que eso de firmar crónicas como Pepe puede leerse como un signo que remite a la infancia perdida. Tiene sentido, pues ahí están sus textos nostálgicos, con un narrador comprometido con sus propias memorias y sentimientos. Sin embargo, en cierto momento, deja de firmar como Pepe y asume el nombre completo. Le sucede lo mismo a Perico, en Muchachos, cuando se vuelve Pedro.

Cabe preguntarse cuál era la diferencia subjetiva entre Pepe y Juan José Morosoli, si eso tenía alguna influencia en lo que expresaba cuando se ponía a escribir. Pero, en fin, parece que el apodo se relaciona más con la melancolía, mientras que el nombre completo con el duelo.

***

También es interesante notar que no se encuentra, en la obra de Morosoli, la nostalgia de estilo “oh, dios mío, cómo soy suizo”, típica de los descendientes de inmigrantes europeos que vinieron a América entre los siglos XIX y el XX. Si hay melancolía en su literatura, no se cimienta en una “etnia perdida”.

Cuando pude conversar con una señora que lo conoció personalmente, le pregunté si Pepe hablaba italiano, ya que era el idioma de sus padres. No supo decirme.

Mi curiosidad surge de no haber identificado en la obra de Morosoli ningún lamento referente a perder un idioma que él podría haber hablado con facilidad. Tal vez Morosoli no haya aprendido italiano porque los padres muy pronto dejaron de hablarlo, en Uruguay. O quién sabe llegó a aprenderlo, pero nunca lo usó en la literatura.

Lo importante es que esa ruptura entre el mundo lingüístico de los padres y el suyo también podría ser un ejemplo de elaboración de un fin, de algo que acabó: Europa. Por eso los tintes del mundo morosoliano son los del pueblo de Latinoamérica, sin que importe si el origen de los personajes es africano, europeo, asiático o indígena.

Se podría ver ahí, quizá, una cuestión de clase, más que de etnia. El socialismo no solo como una esperanza de futuro mejor, sino también como remedio para las heridas dejadas por las diásporas de todo el mundo.

***

¿Y cómo adecuar la teoría de las tres actitudes a la idea de las dos soledades?

Duelo: saber que el que murió fue el otro (la otra, el país, el pasado) y que uno va a continuar, es inevitable que continúe; y que incluso el trauma te da sostén moral, sostén poético, cierta firmeza. Es la soledad conquistada, la superación, la elaboración de la cosa más verdadera del mundo, que es la soledad interna, la única certeza del individuo —el propio interior—, conciliada con la otra soledad, la del trauma, la que el mundo nos impone.

Melancolía: una nostalgia de lo que no vuelve, aunque uno quiera que vuelva. ¿Y si hacemos de cuenta que el muerto todavía existe? Quizá, puede ser que aún exista… Las estatuas, esa prodigalidad para hacer estatuas que tienen las dictaduras y los positivismos: una cruza entre melancolía y euforia, cuyos hijos no tienen alternativa salvo ser melancólicos, debido a la esterilidad de la última (el último solo puede ser estéril, es lo que lo define). La melancolía, en términos de soledad, es rehusar la soledad, o sea, es negarse a probarla, es la falta de voluntad o de capacidad para buscar la conquista de la soledad interna. Queda solo la soledad externa, impuesta, y el sujeto que no lo acepta y llora por la injusticia.

Euforia: negación total de la soledad, de cualquier tipo. Es necesario estar siempre en medio de la multitud, en fiestas o revoluciones, y no se puede parar: si uno para le “agarra el bajón”, tiene que ser una 24 hours party people, el partido de las personas que viven 24 horas sin dormir, las personas que se quedan en la fiesta 24 horas hasta en la Laguna de los Cuervos, hasta en las cuevas del Cerro Arequita: una rave, nunca un raven, ningún silencio, esa brecha para la soledad.

***

Pero no vale escribir aquí sobre esas cuestiones de duelo y melancolía sin recordar que el propio Morosoli escribió sobre la muerte y su superación.

La búsqueda que emprendió de la narración justa —por la palabra justa también en el sentido moral del narrador— fue una búsqueda de la trascendencia. La literatura de Morosoli tenía ese carácter de documentar perfiles en extinción, como forma de comprender el fin, de trabajar el duelo.

“Los que no queremos —o no podemos por propia determinación o por incapacidad— superar el realismo, nos conformamos con el convencimiento de que aquellas narraciones que muestran, describen y apresan el acontecer y el tiempo de algunas criaturas, las detienen en la vida salvándolas de la muerte. Se produce, con la muerte de un tiempo, la muerte de las criaturas de este tiempo. Y se produce también una paradoja que se me ocurre definir como la paradoja llevada al límite de sí misma, al que supera todavía, llevándola hasta lo ilímite. Vivirán esas criaturas precisamente por haber muerto y por esta muerte que les damos los narradores es posible su resurrección y su ya definitiva vida.

Lo notable es que de su resurrección dependeremos nosotros, que fuimos quienes les matamos y al matarles les creamos” (La soledad, p. 88).

Ahí tenemos la idea de que el narrador “le da muerte” a un personaje. Como un mediador sacrificial. La actitud de Morosoli, de su narrador honesto, sería permitir la eternidad: la vida a través de la muerte. Facilitar el paso: la literatura como un ritual. Como la rezadora, el personaje que admiraba y sobre el que escribió un cuento (está en Los albañiles de Los Tapes).

La rezadora se llamaba Natividad (eso sí es una paradoja). Era una mujer que iba a los velorios para ayudar a hacer el trabajo del duelo. No solo rezando, sino principalmente con un ritual más profundo, de liberación:

“La rezadora se puso a los pies del finado e informó: ‘vamos a darle las gracias a Dios por el primer día de cielo del finado’. Luego ordenó a la despabiladora: ‘apagá las velas’, y luego a los demás: ‘cierren los ojos pa que Dios recoja el alma del finado’ […] El rito tiene otro fin. El de acallar los sollozos de los dolientes. El muerto ya no está allí. Su alma la recogió Dios. Llorar por esto es absurdo. No se llora por un trozo de carne que ya no siente nada” (La soledad, p. 92).

Ahí está el narrador rezador. Nada que ver con las plañideras; al contrario. No es alguien que da unas palmadas en la espalda, ni alguien que estimula el lamento. El paso se da por el lenguaje, por la organización de las etapas, la preparación de un después.

La narrativa de Morosoli es ese gesto de calmar los sollozos, mostrando que lo que importa no es la materia física. Sus personajes viven en la pobreza, pasan por todas las dificultades materiales; el narrador morosoliano no hace más que mostrar la trascendencia de las personas, fundada en sus deseos simples y justos ante un mundo que no pasa de un pedazo de carne insensible.

Así es como Morosoli trabaja el duelo.

Manipulaciones

Morosoli se pasó toda la vida poniendo títulos con el nombre o la profesión de los personajes (Rodríguez, Funes, El retobador, La rezadora), nombres de una sola palabra. Entonces escribió dos cuentos cuyos títulos eran frases: Viaje hacia el mar, El largo viaje de placer. Precisamente los cuentos que tienen humor — y que hablan de lo que menos hizo en su vida.

Sergio Faraco, su primer traductor en Brasil, es uno de los escritores gaúchos más relevantes del siglo XX, por su madurez formal y la trascendencia de los temas que trató. No era tonto: tomó el título de Morosoli que hacía una promesa de humor —A longa viagem de prazer— y se lo puso a la antología que pudo organizar.

¿Pero cómo le fue posible publicarla? ¿Cómo, a principio de los años 1990, al fin oficial de las dictaduras, “esos comunistas” lograban meter proyectos literarios que hoy no aceptarían ni las editoriales más experimentales?

Me dijeron en Uruguay que pocos uruguayos leían a Morosoli en los años 1990. Era un lenguaje antiguo, varios términos raros, la oralidad que ya en 1930 estaba desapareciendo, criaturas que hacían trabajos bizarros, el campo, la soledad… Puntos suspensivos: cuántos puntos suspensivos en Morosoli.

No obstante, en 1991, el Instituto del Libro de Rio Grande do Sul financió la edición de una obra de cien páginas con cuentos de Juan José Morosoli, un prólogo nuevo de Heber Raviolo y una ilustración especial de Angélica Milano Faraco, hija del traductor y organizador de la antología.

***

Lo mejor de las antologías es que revelan más sobre los antologistas (traductores y editores) que sobre los antologados. Quien me presentó esa idea fue Rosario Lázaro Igoa, cuando estudiábamos traducción en Florianópolis. Gracias a ella también tuve la oportunidad de traducir a Morosoli, para una revista online que se llamaba Pontis. Traduje un único cuento —Monteadores— y medio mal, pero vamo arriba.

Los cuentos que eligió Faraco, homologados por la editorial, fraguan una imagen más ligera de Morosoli. Se nota por el título. Difundir a Morosoli en Brasil bajo la formulación A longa viagem de prazer es como presentar a Dostoyevski por El cocodrilo en vez de por El idiota o El jugador.

Efectivamente, a Faraco le gustaba nombrar los libros con imágenes estimulantes. Hizo lo mismo con Mario Arregui. Los cuentos que, originalmente, se llaman Un cuento con un pozo y Un cuento con insectos, en la versión brasilera se llaman Cavalos do amanhecer (“Caballos del amanecer”) y Lua de outubro (“Luna de octubre”). Dicen que a Arregui le gustaron tanto los cambios que, después, le mandaba los cuentos al traductor para que les pusiera título.

Quien cuenta esa anécdota, si no me equivoco, es Andrea Kahmann, una profesora de la Universidad Federal de Pelotas, en un texto que, para los estándares académicos, también tiene un nombre estimulante: Sergio Faraco, inventor de la literatura uruguaya. Faraco sería el inventor de la literatura uruguaya porque tradujo a unos veinte autores y, con Aldyr Garcia Schlee, organizó una antología de cuentos que se llamó Para sempre Uruguai.

A esa antología la conocí porque me encantaba Faraco. Y ahora se me ocurre que, antes de leer a Morosoli, yo había leído a Morosoli a través de los cuentos de Faraco. Es que, antes de traducir a Morosoli, Faraco ya había de cierto modo traducido a Morosoli escribiendo los propios cuentos, principalmente los de campo.

***

El traductor como creador es una idea libertadora porque permite ver cómo el traductor es un abridor de caminos, o de latas. Abre de la forma que puede, o de la forma que quiere, en caso de que pueda querer.

Por ejemplo, la novela Animal farm, de George Orwell, el primer traductor que tuvo en Brasil fue un milico, en la dictadura más reciente, y le dieron el título A revolução dos bichos. Es cierto que el original ya es un panfleto contra el estalinismo, pero los brasileños le dieron un empujoncito al título para construir una imagen de Orwell aún más de acuerdo con los objetivos ideológicos que tenían: difamar a cualquiera socialista. Después lo distribuyeron por todas las escuelas del país.

André Lefevere, un teórico de la traducción, se refería a eso como “manipulación de la fama literaria”.

Quiere decir que Faraco hizo posible una imagen de Uruguay que no existiría sin los cuentos que difundió. Manipuló la fama de los vecinos, al reescribir sus textos en portugués, al seleccionar tal y tal texto. Por eso es el inventor de la literatura uruguaya en Brasil.

El caso es que, sin Faraco y los demás manipuladores, no habría ni Morosoli, ni Machado de Assis, ni Cervantes (¿qué es el Quijote sino una novela sobre manipulación literaria?). Porque la manipulación sucede también en la edición, en la publicidad, en la crítica, en la enseñanza primaria.

Sucede, por ejemplo, cuando Faraco, en su traducción para El viaje hacia el mar, le cambia el nombre al personaje Leche con fideos y lo nombra Sombrío; cuando, en la película de Guillermo Casanova, también le cambian el nombre y lo nombran Quintana; hay manipulación incluso cuando informo que el actor que lo interpretó, Julio Calcagno, acaba de morir: ayer, el 11 de abril de 2024, mientras yo escribía este libro. Y sucede un lindo caso de manipulación de la fama literaria cuando, en agosto del mismo año, Faraco es elegido como patrono de la Feria del Libro de Porto Alegre.

Y cuando un editor me dice que Morosoli manipulado por Faraco es suficiente, el editor también está manipulando la fama literaria de Morosoli.

Eso no es necesariamente algo malo. Es como sucede la historia. Nunca sabemos si, en el futuro, van a ver nuestras manipulaciones de modo condenatorio o no.

(Continua.)

Paulo Damin (Caxias do Sul – RS) é tradutor e escritor, autor de Adriano Chupim (Martins Livreiro) e de A lenda do corpo e da cabeça (Coragem, no prelo).

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