ENSAIO

El arroyo Morosoli – pt. 2

Juan José Morosoli, 1927. La fotografía forma parte del acervo del Archivo Literario de la Biblioteca Nacional de Montevideo.

Paulo Damin
Caxias do Sul – RS

Aqui, a segunda parte do ensaio inédito de Paulo Damin
para o escritor uruguaio Juan José Morosoli (1899 – 1957).
Leia por aqui a parte 1 do ensaio.

El arroyo

Hay mucha agua en los cuentos de Morosoli. Y en el libro Perico hay un personaje aguatero, el tipo que se volvió recolector y distribuidor de agua porque la amaba:

“Además era un poeta.

— Esta agua la espero donde se peinan las rubias…

La recogía al término de un cauce encerrado entre sauces cuyas cabelleras, de raíces rosadas y rubias, peinaban las aguas clarísimas.”

¿El escritor no sería un aguatero?

“Decía que ser aguatero no consistía en traer agua en un barril, sino en ‘levantar’ el agua del arroyo y traerla hasta la copa, sin que ella se diera cuenta, descansada y fresca.”

Si esa no es la tarea del poeta… Ser escritor no consiste en poner palabras en una página, sino en retirarlas del lecho del lenguaje y llevarlas hasta el lector, sin que estas se den cuenta, descansadas y frescas.

***

Una imagen que se repite en Morosoli es la de las “lagunetas cortadas”, las pozas que se forman con las subidas de los arroyos y que enseguida se aíslan, cuando baja el nivel del agua y el torrente recupera su lecho. Es un agua medio podrida, medio muerta. Porque, para que sea viva, debe tener una conexión, debe existir un curso, una continuidad en las aguas.

Como el lenguaje, que puede ser un arroyo, un río, una zanja. Como aquel “Paso del Amor, por donde cruzan el arroyo y la leyenda…” (La soledad, p. 162). Un curso de agua como un texto.

Morosoli buscó que su obra estuviera interconectada. Los cuentos pertenecen todos a un mismo paisaje, a una misma comunidad. Hay todo un pueblo morosoliano alrededor de un río, de un lenguaje del interior. Es el arroyo Morosoli.

Otra imagen estimada de Morosoli son las cañadas: un agua niña, por el tamaño, por la delicadeza, por la espontaneidad con que se forman en los campos y escurren mostrando con bravura su inocencia.

A medida que los gurises en el interior van creciendo, se vuelven capaces de jugar no solo en los charcos de lluvia: van conquistando el derecho a explorar los arroyos, los ríos. Sin embargo, para Morosoli, las cañadas tienen un valor especial: “las cañadas son la niñez” (Las cañadas, cuento de Perico).

Las cañadas son los cuentos. Morosoli no era escritor de ríos y mares. Escribía cañadas. ¿Qué es El viaje hacia el mar sino un cuento sobre unos tipos del interior que no quieren saber nada del mar?

***

Es necesario hacer puentes, entonces, para evitar los atropellos de la modernidad que representan las desconexiones.

“Lentamente los puentes de novela se van…”, dice, en una crónica que comenta la desaparición de los “puentes humildes —un tronco viejo caído cerca de donde estaban sus raíces, muchas veces— escondidos en el monte, humildes de toda humildad… Esos puentes que apenas son puentes, que parecen solo el complemento de un motivo sentimental…” (La soledad, p. 169).

Los puentes son solo otro elemento de ese tiempo y de esa tierra que Morosoli veía deshacerse y que intentó registrar. Esos puentes rústicos son como los trabajadores que serían reemplazados por tecnologías y maneras nuevas, reemplazados por una estética sin gracia.

Si la imagen de la obra de Morosoli es una cañada que corre humilde y constante, no es necesario que los puentes en ese paisaje sean de cemento y de hierro, no pueden serlo, deben ser de troncos y tablas.

Asteriscos

A propósito: si uno se fija, en las ediciones de la Banda Oriental, que son las principales, todos los cuentos de Morosoli tienen asteriscos entre un fragmento y otro.

En los cuentos de Morosoli los asteriscos son tan importantes como el propio texto. Representan más que el intervalo entre dos escenas, más que un corte, más que un “siga adelante”.

Los asteriscos en los cuentos de Morosoli son conexiones. Son estrellitas. Puntos suspensivos que unen, en vez de separar; son atajos, en vez de tajos, entre las criaturas en el suelo y la trascendencia.

Primera persona

Es un poco extraño leer un cuento de Morosoli narrado por alguien que no sea ese narrador invisible, distante, que hace arder la historia más con ternura que con leña.

El hecho es que son raros los cuentos de Morosoli en primera persona, y ninguno consta en las antologías. Incluso, La dada es uno de los cuentos que Heber Raviolo considera de los más flojos, como La vieja de las yeguas y El curandero de la picada. Esos dos Morosoli los suprimió en la reedición del libro Hombres (y eso que La vieja de las yeguas ganó un premio en 1928). Entonces ahí hay algo. Ni Morosoli, ni los antologistas consideran relevantes los cuentos en primera persona.

Tal vez porque la primera persona le de un cierto aire cronístico y autobiográfico a las historias. Puede ser que no estuviera dispuesto a que lo confundieran con el narrador personaje. Eso. Quizá, es la tercera persona la que le permite el narrador honesto, el que busca contar las historias con justicia. Si el narrador es personaje, es más difícil ser justo.

A medida que le iba tomando la mano a su propio arte, la primera persona fue desapareciendo, tanto como los fuertes rasgos fonéticos. Quiere decir que el proyecto de realismo que Morosoli tenía exigía una narración un tanto más neutra, para que se pudiera leer la historia escrita como justa. Eso no sucede cuando hay un narrador en primera persona, un personaje narrador, porque la primera persona está dentro de la trama, puede contarnos solo lo que le conviene, no es tan confiable como un narrador en tercera que nos cuenta una historia de terceros, una historia de la que no es responsable.

El aspecto de la limitación, por lo tanto, es más valioso cuando se trata de un narrador en tercera, porque el límite del personaje que está enlazado en el enredo es una limitación débil: vaya uno a saber si no se está limitando a propósito, para que lo vean inocente. Y vaya uno a saber si no está diciendo más de lo que de hecho sabe.

Este fue el arte de Morosoli: alejarse de las tramas. En vez de vivir, contar. Pero en sus primeros libros hay unos cinco o seis cuentos que se desvían de ese camino. Relatos en primera persona, que nos acercan más al narrador (y al autor) que al personaje y su drama. Un cuento de esos es como sentarse a tomar unos mates con Pepe.

El ruso

El ruso de la cantera está en el libro Hombres.

“Hablaba poco y leía mucho. Un día, yo llevaba en la mano Pan, de Hamsun. Me lo pidió. […]

—Lee frecuentemente? —le pergunté, al fin.

—No se puede leer y hay que leer —me dijo—. El cansancio embrutece. Cansado se comprende poco.

Y se quedó allí. No precisaba más, tampoco.”

La historia del cuento es corta, concentrada. Hay una muchacha en medio, la Chita, que también aparece en una crónica de Pepe sobre puentes. El narrador y el ruso acaban volviéndose rivales por ella.

Dentro de la obra de Morosoli, es una historia que se distingue no solo por ser narrada en primera persona, sino también porque el narrador está plenamente involucrado como personaje, a punto de temer por su propia vida. Imaginemos disputar a una chica con un obrero ruso hosco, un tipo al que le gusta cazar y nunca erra un tiro, y que no le importa la sangre, y al que le gusta leer Knut Hamsun.

El narrador de Morosoli, a su vez, es un tipo limpio, bien educado, trabaja en el almacén; es la parte civilizada de la cantera. Se identifica con el ruso como si fuera un reflejo, aunque distorsionado; un tipo al que no solo le gusta la literatura, sino que le gustan los mismos autores que a él. El uruguayo y el ruso son tan parecidos que llegan a contender por el mismo espacio, de ahí se hacen enemigos.

(Y esa imagen del ruso como un lector, un tipo que, incluso muerto de cansado —después del laburo en la cantera— tenía que leer… Los rusos desarrollaron una literatura tan extraordinaria porque leían, todos, mucho, siempre, porque la literatura en Rusia era algo popular.)

La tensión dura algunos días, y finalmente el ruso se marcha:

“En el rancho dejó Pan, la novela que yo le había prestado, Cuentos de vagabundos, de Gorki, y clavada en la pared de adobe una carátula de Hambre, de Hamsun, y un retrato de Maupassant que decía así: ‘Era francés y escribía cuentos rusos’. Además un pequeño cuaderno con estas palabras: No hay patria, hay tierra.

Parecía que pensaba escribir bajo este título…”

El uruguayo, a fin de cuentas, escribe en lugar de su colega ruso, su doble, su sombra.

Más allá de la evidente operación literaria de crear a otro que diga lo que el propio autor quiere decir (el mensaje anarquista final), el cuento tiene la belleza de mostrar personajes que se acercan por la literatura. Y es lo que resta: la literatura es la única dimensión en la que puede darse la relación entre esos opuestos: el grosero extraño y el gentil local. Cuando buscaron otras cosas (cazar, encontrar a una mujer), casi se mataron.

Al final, el narrador es el que se queda: vale decir, la narración. El civilizado, el que transforma la riña en texto, es el que prevalece. De él se podría afirmar: era uruguayo y escribió un cuento ruso.

El novelista

El novelista es un personaje del libro Perico, esa obra que es una afectuosa reunión de personajes y escenas que de alguna manera marcaron a Pepe en la infancia. Cuando quiso escribir un libro para niños, usó esas memorias, filtradas por el encanto y la nostalgia de un joven del interior.

El novelista se llama Faustinito y cuenta casos extraordinarios sobre serpientes y tigres. Son historias tan fantásticas que sus compañeros de escuela ya no se fían de él. El profesor lo defiende:

“—No es mentira. Faustinito no es un mentiroso. Es un novelista. Un creador. Ustedes saben ahora cómo se cazan tigres y han oído los ruidos que la noche hace vagar por el monte… Cuando Faustinito sea un hombre, será un gran artista y ustedes se sentirán felices de recordar estos relatos… Porque estos son de los que no se olvidan.”

(Véase, a propósito, El narrador, de Mario Arregui (1972), que dice así: “no era él un mentiroso sino algo muy diferente, algo un poco mágico y un poquito sagrado: un narrador.”)

Lo bueno es que Morosoli no es Faustinito, autor de literatura fantástica y de casos de aventura o peligro. Morosoli es el autor de Faustinito. Lo que importa para él es el personaje contador de historias, el novelista del interior, más que la novela.

Misión

En la referida conferencia de la escuela, Morosoli dice que “el escritor tiene una misión importante a cumplir en función de revelador y fijador de la realidad social”. Luego, afirma que “escribir es realizar un acto puro excluyendo todo motivo de vanidad personal y literaria y que debe pedirse cuenta a todo aquel que falsea este acto por motivaciones políticas o filosóficas” (La soledad, p. 101).

Creo que ahí hay al menos tres aspectos relevantes.

El primero es que Morosoli refuerza su intención de pensar un narrador honesto: que no falsea, por motivos de vanidad personal, la realidad sobre la que trabaja. El segundo es que, con esa idea de no falseamiento, llama la atención a los riesgos de maniqueísmo en los que incurre el realismo. El tercero, tal vez porque conoce su propia ideología, es que supo escribir ficción sin hacerla explícita.

Sin embargo, es más difícil ponerse de acuerdo con lo que sigue del texto: “sé que el valor puramente artístico o literario de mis páginas es negativo. Pero afirmo que ellas, como documento real de un medio y una época, son justas […] Sé que no seré yo el realizador de la obra firme y duradera en el tiempo.”

Es más difícil consentir en ese caso porque, en primer lugar, la duración y la firmeza de una obra en el tiempo no dependen solamente del autor, sino también del mercado editorial y de los lectores eventuales. La prueba de que Morosoli estaba equivocado es que tuvo un lector brasilero que escribió sobre él, setenta años después, porque le llegó un libro por azar, por accidente.

En segundo lugar, estamos leyendo su obra setenta años después por el valor literario, no por el valor documental.

***

Eso de la misión del escritor tal vez haya sido más común en su época. Le gustaba leer a Máximo Gorki, Jorge Icaza, Upton Sinclair o Sinclair Lewis, posiblemente Graciliano Ramos, con certeza Maupassant, a quien nombró “maestro de maestros”. Leonardo de León me dijo que seguro Pepe leyó (y aprendió) con Sherwood Anderson. Pero es difícil saber exactamente lo que Morosoli tenía en su biblioteca ya que, cuando murió (dicen), durante el velorio (dicen), en su propia casa, algunos conocidos se llevaron un ejemplar por aquí, otro por allí…

Lo que no es del todo reprobable, hay que decirlo. En una pequeña ciudad, donde poca gente leía y donde poca gente tenía libros, cuando moría una de las pocas personas que leía y que poseía libros… tomar uno que otro que ya no tuviese dueño tal vez no fuera exactamente un crimen, seamos sinceros.

Quizá no le importase al propio Morosoli. Puede que incluso haya escrito un cuento sobre eso cuando llegó al paraíso de los escritores y se puso a tomar mate con Guillermo Cuadri y Bret Harte.

—Pucha —podría decir, viendo su propio velorio—. Nunca imaginé que Núñez se iba a interesar justo por Folner.

—¿Se lleva Las palmeras salvajes? —le preguntaría Cuadri—. Debe ser porque le hicieron propaganda por la traducción de Borges.

—¿Y el mío, quién se lleva el mío? —diría Harte.

Ruido de mate.

Andantes

Hay un cuento intitulado Romance, en el libro Hombres, que es la historia de un soldado que se enamora de una prostituta: la historia de amor entre dos personas que no son dueñas de sí mismas. ¿Quién sabe si, juntas, no podrían conquistar la libertad?

Pero lo más interesante en ese cuento es que el personaje Velásquez (otro Velásquez) tiene el sueño de “tener un carro y recorrer con él toda la República Oriental”, porque “¡el hombre que camina da gusto!”.

Esa idea se repite, en Morosoli: personajes a los que les gusta viajar. Ese Velásquez, Duarte, Rodríguez, Tertuliano, el otro Rodríguez… Se ven impedidos por la pobreza, la mayoría. El cuentista viene en auxilio para mostrar cómo lograron, en fin, comprar sus carros, cómo salieron de la inmovilidad y se pusieron a viajar.

Es curioso porque, de las pocas cosas que se sabe sobre la vida de Morosoli, la que más llama la atención es que se pasó la mayor parte del tiempo en Minas. Su trabajo era ahí, vendiendo clavos, vigas y curabicheras. Esos tipos que soñaban con pasársela viajando por trabajo podrían ser clientes de Morosoli, pero no eran Morosoli. ¿O debemos creer que él mismo soñaba con una vida andante y, no pudiendo o no queriendo vivirla, la transformaba en literatura?

Es que vislumbraba satisfacción en esa perspectiva, como se nota de lo que dice sobre un Rodríguez: “hombre que para ser feliz no necesitó ni mujer, ni partido, ni religión, ni amistad con los hombres. Cuando niño encontró su vocación. Deseaba manejar un carro” (La soledad, p. 94). Morosoli reconoció que llegó a envidiar esa felicidad y sintió “que en los simples y los humildes está a veces la poesía y la van mostrando, a medida que la sienten, no como un concepto sino como un sentimiento inseparable de su vida” (La soledad, p. 95).

Sin embargo, más que en las elucubraciones sentimentales de Morosoli, la respuesta puede estar en las fantasías culturales y sociales que tienen como arquetipo al gaucho.

En estos pagos del sur, el nómade, o incluso el trashumante, es una figura de respeto. Si ese motivo aparece bastante en la obra de Morosoli, es porque el trabajador del campo tiene realmente esos sueños o se ve obligado a hacer tales planes por fuerza de las circunstancias. No realizar los deseos de viajar es el gran drama, es un rasgo de clase social, es el embate del individuo con el resto del mundo. Y es, en el plano subjetivo, la lucha con y por la soledad.

***

El cuento Los tres compañeros también es significativo. Está en Los albañiles de Los Tapes. 

Es la historia de unos gurises que quieren andar por ahí “a pasar trabajo por gusto”. En la aventura, encuentran viejos que se sienten representados por los muchachos que siguen caminando “porqué sí, por conocer”. Cuando perciben que deambularon, pero que no vieron nada que pudiesen contar, consideran hacerse contrabandistas: lo que “taría legal…”. Así dispuestos a arriesgar la vida, pasan a Brasil, a una estancia donde están unos “pidemiaos”. Y ahí ocurre el castigo por el exceso, por la desmedida.

Los tres compañeros es tal vez la historia “de joven” más bien realizada por Morosoli. En ese relato no está la melancolía moral de un narrador que enseña explícitamente lo inútil que es salir del pago. Aquí se destaca la consciencia de que la aventura sucede por el deseo, es la búsqueda de algo que no está. “Ya sabían: pago sin ausencia no tiene gusto… El pago es la ausencia.”

La pasión por salir, por moverse hacia lo desconocido, es una brecha a lo universal-atemporal en la literatura de Morosoli, pues expresa algo profundo no solamente del espíritu humano, sino también de la autonomía de los individuos en una sociedad. Es que, en Morosoli, el tema del viaje permite que se mida la sanidad, la moral, la poesía y la libertad. Hay que ver, por ejemplo, la motivación de los personajes. ¿Uno quiere tener un carro para viajar trabajando? Bueno, ahí tenemos a un hombre justo, vinculado a la realidad y que probablemente es capaz de ver el lirismo de las jornadas. Pero esos muchachos que quieren salir por ahí nomás…

Antes de considerarlos locos o artistas, uno los vería como vagabundos. No tienen la poesía que viene de la ingenuidad de esos viejitos que van a conocer el mar y que, por fín, ni lo miran. Aunque la intención de viajar nazca de un anhelo íntimo de conocerse a sí mismo, la libertad de Los tres compañeros es irresponsable, y eso tiene un precio trágico.

***

Un tercer ejemplo de andantes en la obra de Morosoli está en el libro La soledad y la creación literaria, en un texto de 1928 o 29. Es una crónica que se llama Glosas del viaje en Ford, sobre unos uruguayos que pretendían llegar a Paraguay. Parece ser el borrador de los cuentos de viaje en camión:

“Lo más lindo de estos locos es que el viaje que se proponen es imposible, decía Juan. Estos se han olvidado de mirar la geografía, decía Pedro. Estos se creen que es decir quiero y ya está realizado el deseo, decía Diego. Brusadín siempre ha sido un persigue-nubes, decía Juan el chico. Di Marco está en la posición de Sancho, decía Pedro el grande. Más loco es el cuerdo que le hace caso, decía Diego el mayor… Yo oí y luego opiné que el más loco era el otro Di Marco, que era en realidad el que los seguía…”

Entonces el cronista se pone a repetir que lo duda mucho, que incluso apuesta a que los locos no van a lograr realizar el viaje. Y dice que él mismo ya viajó en Fords más nuevos que ese, y que no llegó “a ninguna parte”.

Después de imaginar, con burla y pena, a los aventureros volviendo a casa como “el regreso de Juanita del baile de los Menchaca”, Morosoli recupera la curiosidad por las rarezas humanas y se pregunta qué tiene ese pueblo paraguayo que entusiasmó tanto a ese grupo de uruguayos. Porque “el pueblo es chico para locos tan grandes…”

Vale notar que los tres del Ford tienen un rumbo definido —un pueblo en Paraguay— a diferencia de los tres compañeros que salieron por ahí sin rumbo y estaban dispuestos a verse fuera de la ley. Entonces la mirada hacia los del Ford es más cómica, ya que suenan más responsables: se lanzan a la aventura, pero dentro de una cierta realidad socialmente aceptada (el turismo, digamos), como en los cuentos “en camión” de Morosoli, donde predomina un lirismo calmo sobre la haraganería.

Al final de la crónica, la definición de la filosofía morosoliana sobre los andantes: “esta clase de tipos es la que agranda los caminos del mundo. Atrás de estos marca-trillos va el señor ‘dos y dos son cuatro’ que sigue negando el valor práctico del lirismo…”.

Es tentador asociar “el señor dos y dos son cuatro” a los cuadrados, a los correctos que encaran el arte como algo inútil (y así achican el mundo). Pero ¿no pasaba el propio Morosoli más tiempo del día haciendo cuentas que viajando en la literatura?

¡Qué ecuación para resolver! Piense el lector que se lamenta por dar clase de lengua: ¿no sería el dilema de Morosoli tal vez más enloquecedor?

Sin embargo, en lo que nos deja, Morosoli se saca un diez. La prueba es el personaje de El viaje hacia el mar: nada de dos más dos cuatro; el cálculo morosoliano es más fraccionado: es Siete y tres diez.

(Continua.)

Paulo Damin (Caxias do Sul – RS) é tradutor e escritor, autor de Adriano Chupim (Martins Livreiro) e de A lenda do corpo e da cabeça (Coragem, no prelo).

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