Paulo Damin
Caxias do Sul – RS
Aqui, a quarta parte do ensaio inédito de Paulo Damin
para o escritor uruguaio Juan José Morosoli (1899 – 1957).
Leia por aqui as partes 1, 2 e 3 do ensaio.
El traductor
El lector puede querer escribir, porque el escritor es un lector al que le gustó tanto leer que pensó: yo también quiero escribir. Pero yo vivía en Brasil, entonces traducir me parecía que era como vivir de literatura, ya que nadie vivía de literatura en Brasil. Ser traductor era como ser profesor de educación física cuando no se podía ser un jugador profesional.
Fui, me recibí (poner aquí el clip del protagonista que pasa por todas las etapas —universidades, subempleos, bares, publicaciones en revistas y editoriales irrelevantes— hasta llegar con cierto respaldo y currículo ante un editor) y dije que quería traducir a Juan José Morosoli.
Buena idea, dijo el editor. Mandame una muestra.
Le mandé, traducidos, Monteadores y El viaje hacia el mar.
Me respondió que la antología de Sergio Faraco, A longa viagem de prazer, se encontraba por “un precio ok” en los usados, y que no había demanda en Brasil para otro libro Morosoli.
Entonces le propuse traducir a Gustavo Espinosa. Me dijo que no lo conocía y que, cualquier cosa, me avisaba.
(Poner aquí el clip del protagonista con esperanza de que iba a traducir a Espinosa por primera vez a la lengua de Pelé; después el traductor dándose cuenta de que le dio una idea genial al editor, que probablemente traduciría él mismo a Espinosa; por fin el personaje escribiéndole a otras editoriales ofreciendo sus servicios morosólicos, las cuales nunca le respondieron, y finalmente)
Todo bien, pensé. Voy a guardarme a Morosoli y escribir una novela.
***
Desde que quise ser traductor, casi no leo traducciones brasileras. Me pasa lo mismo con la pizza, que desde que aprendí a hacerla no voy más a la pizzería. La hago como me gusta, la cantidad que quiero y sin salir de casa. No le pongo orégano, por ejemplo, mucho menos ese orégano seco que es orégano solamente porque está dentro de un plástico que dice “orégano”.
Lo mismo con la traducción. Si quiero leer a Chéjov, busco una traducción sin orégano, sin borde relleno de cheddar y eso es difícil de encontrar en las pizzerías brasileras.
Y por otro lado tampoco quiero hablar más de traducción. Es como el fútbol. Fútbol no, mejor como la Sociedad Deportiva y Recreativa Caxias. No hablo más de mi club.
Caxias es algo que hago solo, voy al partido, pienso sobre Caxias. Cuando alguien me dice algo sobre mi club, siento como si estuvieran moviéndome la bombilla del mate o poniéndole orégano a la pizza. Eso es lo que siento con respecto a la traducción. Es como si alguien me sacara el mate —lo amargo de la lengua— y metiera los dedos, y le pusiera azúcar, y orégano del tarrito.
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A los que están por ahí que les gusta traducir a James Joyce, que creen que Joyce es la caja de pandora de la literatura, les acepto que realmente lo es. Un eufórico. Escribió pensando en ser traducido. Inventaba palabras. Es como si dijera: dale, traductor, jugá vos también. Finnegans wake es un libro para traductores nerds.
(Me acuerdo del tipo que tradujo a Georges Perec en portugués, que estuvo más de diez años traduciendo La disparition y después quedó igual que Perec; había estado tanto tiempo sobre la obra del otro que llegó a traducir al autor en la propia piel: los ojos, el pelo, todo. Ese tipo de traducción exige una entrega total, creativa, que es lo que yo estaba dispuesto a hacer con la obra de Morosoli, que es una obra que una computadora nunca va a traducir bien.)
Diferentemente de Joyce, Morosoli usaba un lenguaje que estaba desapareciendo, que solo existía en su corazón o en la boca de los paisanos que estaban desapareciendo — y que a veces solo existían en su corazón.
Dice el personaje Duarte, en Monteadores: “¿No ve que esto es la cola ‘el mundo? Más, ¡las cascarrias de la cola ‘el mundo!”
Es donde estamos. Si ni en el universo hispanohablante interesa la literatura de Morosoli, ¿por qué traducirlo en Brasil, que apenas si tiene algunos lectores?
Morosoli no escribió pensando en ser traducido. No escribía siquiera pensando en los académicos, que es una estrategia de supervivencia en la literatura ‘e la cola ‘el mundo. Vaya uno a saber para quién escribía Morosoli. ¿Para los materos? ¿Para la gente del interior? Estaba más preocupado con qué y con cómo hacer que con para quién.
El problema es que en la traducción la primera pregunta que se debe responder es ¿para quién?
¿Para quién traducir a Morosoli hoy en día? Joyce, al menos, sirve para turismo en Dublín y en París.
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Más que compararlo a James Joyce, se lo puede comparar al fray Aquiles Bernardi, autor de Nanetto Pipetta.
Es un libro en talián, un idioma medio véneto, medio lombardo, medio portugués que nació en los orígenes de la colonización italiana en la sierra gaúcha. Una obra rara, Naneto Pipetta. Un personaje pícaro, en folletín de los años 1920 que hizo reír a los descendientes de italianos al menos hasta la década de 1970, en regiones donde la luz llegó recién la semana pasada. Hoy, el interés que Nanetto genera es limitado al lector que se interesa por la literatura en un idioma moribundo en un escenario momificado.
No es el caso de Morosoli, pero su obra puede compararse a la de Bernardi porque en ninguna de las dos es fácil mantener la gracia en la traducción. El traductor puede hacer todos los malabarismos que quiera, puede ir y traducir la anécdota y todos los datos posibles, pero lo principal de los cuentos de Morosoli está en el español que usa, está en la información lingüística.
Como dije, Morosoli nos hace pensar en cómo resolver uno de los problemas más antiguos del lenguaje, que es cómo transformar lo que se habla en texto. Sus cuentos fueron concebidos a partir de ese principio y es lo que el traductor tiene que pensar, si encaró la cuestión del “para quién” y aún así los quiere traducir.
¿Cómo traducir a Nanetto Pipetta, si la gracia está en el talián, en la génesis de un idioma usado por un pueblo en un paisaje? La anécdota sola no tiene tanto valor. El texto es muy específico, sería más difícil que traducir poesía, ya que no se podría negligenciar el relato.
Lo mismo sucede con los cuentos de Morosoli. Para traducirlos, sería insuficiente imitar una manera de hablar gaúcha o de cualquier otro “sertón” (uno de mis errores fue ese, en mis intentos universitarios).
No digo que nunca más voy a traducir su obra, pero hoy me dan más ganas de hablar de ella de modo perifrástico. Lo que me resta es esperar hacerlo de una manera tan buena, o tan mala, que algún lector se interese por leerla de verdad.
Es como andar por ahí con la camiseta de Caxias. Quién sabe alguien me ve, le gustan los colores… No van a ver a un gran jugador, estoy simplemente caminando con el uniforme, pero quizá, si le parece linda a alguien, en una de esas también se anima a ver un partido.
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Al portugués, lo tradujeron Sergio Faraco, Charles Kiefer (Perico) y un grupo de estudiantes y profesores brasileros y uruguayos, que publicaron en 2018 algunos cuentos de Morosoli en Pontis (Monteadores, Arboleya… No me acuerdo de todos; la revista no está más online).
Pero veamos unas traducciones que encontré en otras lenguas:
– Una en inglés, de La rezadora, de 1940, creo, de Willis Knapp Jones, un yanqui simpático al que le gustaba la literatura hispanoamericana. Estuvo en Montevideo entre 1919 y 1920 y conoció a Morosoli. El cuento, en la versión de Jones, se llama Professional Mourner.
El título me suena demasiado explicativo (“La plañidera profesional”), pero es una manera de traducir. Además, los ingleses no tienen la culpa de tener la lengua que tienen.
– Otra en italiano, todo un libro que se llama I muratori de Los Tapes y es, claro, la traducción de Los albañiles de Los Tapes. La traductora se llama Augusta López-Bernasocchi, no entendí de dónde es. Pero la editorial Casagrande es de Suiza y el libro (como la película Viento del Uruguay, basada en Los albañiles…) apareció en 1989.
Es más fácil para los que manejan las lenguas neolatinas traducir a escritores hispanohablantes; pero igual, lo que queda del arte morosoliano, en esas traducciones, parece ser la anécdota nomás, sea en italiano o en portugués. Sin embargo, el título La vegliatrice, para La rezadora, le devuelve una humanidad a Natividad Vega y a su vocación, que en inglés se transforma en una cosa muy técnica. Además, me encanta la traducción de caña por grappa. Los albañiles, para no morirse de frío en Los Tapes, se agarran a la grapa, como en el interior de Caxias.
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Pero qué pensaba Morosoli?
La cosa más parecida a un discurso sobre la traducción es lo que dice sobre el juego del truco (La Unión, Minas, 18/10/1933):
“El truco no es argentino ni oriental. Es de ‘aquí’. Según se diga. Lo mismo en el Río de la Plata —las dos aceras— que en el Río Grande, que en el Chaco Paraguayo.
Es un juego que con esto más lindo acá y aquello más lindo allá es siempre truco. No hay nada que hacerle. Pasa con él como con la caña, que en el Paraguay la endulzan con frutitas para que se haga guaraní y las úes no se pongan ásperas, y en el Brasil —de prezosos [sic] que son los brasileros— le ponen una hache en el medio —para descansar entre los dos tragos— caxhasa, caninha… mientras nosotros la misturamos al gusto. Y siempre es caña.
Juego de psicólogos. Hay caras que ‘hablan’ calladas para un compañero que las entienda. […]
Es un juego lindo —también— porque se puede mentir… Y como.”
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Como dirían Georges Perec, Leonardo de León y los teóricos canadienses de la traducción, “je me souviens”.
Yo me acuerdo: hay un antecedente en todo eso.
Cuando tenía dieciocho años, escribí un cuento sobre un muchacho que se hace amigo de un escritor uruguayo veterano.
Están en Porto Alegre. El viejo se emborracha, mata a su pareja argentina, se suicida y —por supuesto— le deja al joven sus textos.
No sé por qué ella era argentina. Ni el hombre: ¿por qué tenía que ser uruguayo? Y lo más básico: ¿por qué están todos en Porto Alegre?
El autor del cuento quería hablar de cosas más amplias y prestigiosas, probablemente esa es la respuesta.
Pero la parte buena es que el viejo le dice al joven narrador, apuntando a su cuaderno secreto:
– Si lo tenés, tenés mis manos. Si traducís lo que está escrito, vas a cumplir el rol de mis manos. Publicá esos cuentos y serás yo, como yo fui ella, al matarla.
No sé de dónde saqué eso. Pero ahora me hace pensar en lo que dijo Morosoli sobre sus personajes: “vivirán esas criaturas precisamente por haber muerto y por esta muerte que les damos los narradores es posible su resurrección y su ya definitiva vida” (La soledad, p. 88).
Si cambiamos “narradores” por “traductores”, tenemos ahí otro buen discurso sobre la traducción.
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Había una vez un europeo que decidió traducir Grande Sertão: Veredas, de Guimarães Rosa, un reto que les gusta a los traductores, principalmente cuando están jubilados. Ese señor, evidentemente alemán, ya había traducido Os sertões de Euclides da Cunha y le fascinó la idea de la especidificultad lingüística que representaba la especidificultad de la vida de la gente sudamericana.
Cada vez que podía, y podía, el europeo iba a visitar las regiones retratadas en los libros brasileros, entonces recibía y sentía el lugar, charlaba con la gente, convivía con el territorio mapeado por el texto, a pesar de la topadora del tiempo; hacía toda esa especie de investigación antropológica, etnográfica, geofísica, sociohistórica y lingüística que es ideal y se debe hacer cuando se pretende traducir alguna obra que una computadora no lograría traducir sola, porque es única, la dicha obra, tiene demasiados errores humanos.
Un trabajo como el de ese señor jubilado, con tiempo, con dinero, cuya única presión serían las ganas de encontrar cañadas que fluyan en portugués tanto como las minuanas fluyen en español, ese es el trabajo que me gustaría hacer con los cuentos de Morosoli.
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—Estos ensayos podrían diligenciar nuestro proyecto traductorio —sugiere el autor, en un tono de quien pretende terminar la asamblea para irse a comer.
—El tipo usa la palabra “diligenciar” después de haber aceptado que yo escriba “especidificultad” —comenta el narrador.
—Vamos che, ¿se van a poner a metaliteraturear ahora? —observa el traductor, rencoroso porque se vio comparado a un profesor de gimnasio en vez de a un atleta—. Este tenía que ser el capítulo más honesto. ¿Se acuerdan que la idea de escribir sobre Morosoli vino de mis ganas de traducirlo?
Entonces el lector apacigua a todos diciendo que la creación literaria, aquí, es una forma de traducción. Y brindan con una copa de grapa.
Maquillaje
En Bonsái, de Alejandro Zambra, una novela sobre literatura, hay un momento en que el personaje escritor novato encuentra al veterano, que le dice:
— Hay que cuidarse de los maquilladores de muertos. Estoy seguro de que a tí te gustaría maquillarme. Los jóvenes como tú se acercan a los viejos porque les gusta que seamos viejos.
¿Es lo que estoy haciendo con Morosoli?
Siesta
“Morosoli agrega un nuevo valor semántico [a la siesta]: momentos en que las pulsiones eróticas de los personajes afloran. La siesta va a adquirir el valor desencadenante de las pasiones de varios cuentos.
En el cuento Loreta —del libro Hombres— la siesta es el momento en que los personajes dejan de ser dueños de su voluntad lúcida y surge lo erótico, como una fuerza indominable que le quita validez a la resolución de Loreta: ‘…nunca más le pasaría aquello’”.
Ese texto es de una lectora de Morosoli que se llama Valentina Garcés Campbell. Publicó esas y otras anotaciones en un blog que ya no encuentro.
El cuento Loreta es sobre la iniciación callejera de los muchachos del interior: andar por ahí tirando piedras, pateando pelotas rotas, robando frutas y cometiendo otros vandalismos menores, como perder la virginidad. El narrador, en primera persona —qué interesante es ver cómo vibra la humanidad en ese yo tan involucrado, incluso sexualmente— habla de Loreta con compasión (mal que nos pese que la nombre chistosamente, o sea, es difícil no pensar en la expresión “la concha de la Lora”).
Pero lo que me gustaría agregar es que hay otro fragmento que le da relieve a la siesta en el mundo morosoliano: “La siesta que hace de golpe hombres a los niños; que hace de las mujeres, mujeres…”
O sea que la siesta sería el momento crucial, el momento fértil, y no la medianoche. La medianoche puede llegar a transformar al hombre en lobo y a la mujer en yaguareté, pero es la siesta el espacio temporal en que suceden las transformaciones de humanos en humanos.
Si hay algo de fantástico en la obra de Morosoli es el ser humano volviéndose persona.
¿Y cómo se vuelve alguien un ser humano durante la siesta?
Es que la siesta es la hora muerta para la civilización. Los adultos están durmiendo, hasta los perros se fueron a dormir. Se quedan los chicos aburridos, pateando una pelota contra el muro porque los amigos están cada uno en su casa. Restan los adolescentes deambulando por el barrio aprovechando el silencio de la autoridad.
Todo en secreto, en la siesta. Lo que sucede queda encapsulado en una memoria escondida, usada solo cuando el mundo te pide que seas grande. Encontrar a alguien al azar, durante la siesta, en la calle o en un camino que cruza un matagal es encontrar a un cómplice. Llamar aplaudiendo al frente de una casa, durante la siesta, es como violar una sepultura. Un amor de siesta tiene la excitación de un adulterio, una negociación tiene la sombra de un delito. En el secreto de la siesta, por lo tanto, uno se encuentra con su propia soledad, con lo que resta de personal en sí mismo.
Ciudades
A uno que se podría poner en diálogo con Morosoli es a Flavio Luis Ferrarini, poeta que se pasó la vida en una pequeña ciudad que se llama Flores da Cunha, al lado de Caxias, en la sierra gaúcha.
Ferrarini de esa tierra hizo su sostén literario, con poemas así:
“As casas na cidade pequena
são vacas deitadas à sombra
as ruas são cobras tristes
esticadas ao sol”
[Las casas en la ciudad pequeña
son vacas echadas a la sombra
las calles son serpientes tristes
estiradas al sol]
Y así:
“Na cidade grande a vida é pequena
como pequena é a migalha
sacudida da toalha
da janela alta”
[En la ciudad grande la vida es pequeña
como pequeña es la migaja
sacudida del mantel
de la ventana alta]
El primero de esos poemas se intitula Cidade pequena y el otro Cidade grande. Ninguno llega a ser un elogio ni de la ciudad pequeña, ni de la grande, pero es evidente que el poeta supone una vida mejor en la primera.
Es posible usar a Morosoli para leer a Ferrarini. Díganme si no combina: en el florense, las vacas echadas a la sombra, las calles como serpientes tristes estiradas al sol (Cidade pequena); en el minuano, el arroyo, las cicutas, las siestas pesadas y lentas como culebras (Loreta).
Es “el encantamiento de lo inmóvil”, como dice Oscar Brando, comentando unas lecturas de Domingo Luis Bordoli sobre Morosoli: “una monotonía capaz de elevarse hasta lo delicioso, la asfixia de lo repetido” (Interiores, p. 188).
Es como si Ferrarini pudiese ser un personaje de Morosoli. Un poeta que llega a creer en una monotonía agradable, mediante un pensamiento como: ¿cuáles son los problemas de la ciudad pequeña? La rutina de lo conocido, que genera el chisme y el marasmo. ¿Y los de la ciudad grande? La aceleración de lo desconocido, que genera miedo e indiferencia.
En la ciudad grande —piensa el poeta morosoliano— es un poco peor, porque ahí está la angustia de la promesa de una vida mayor. Entonces —podría concluir— ¿para qué ir a pasar trabajo a la ciudad grande, si la vida será pequeña en cualquier lugar?
***
Hablar de la propia aldea, ese es el cuento. ¿Qué tiene uno de específico? Su interior (pero parece que, en este caso, principalmente en el sentido geográfico).
Es una “acusación” a la que los escritores del interior le tienen miedo: son “regionales”, hablan del campo y del cultivo porque no tienen repertorio para hablar de algo mayor. Y es algo que los escritores del interior usan para afirmarse: hablo del campo y del cultivo porque aquí está lo infinito, lo universal.
En un texto intitulado Sobre la creación novelística, que encontré en la página Espacio latino (no sé de dónde citan el texto original), Morosoli habría dicho:
“La forma de absorción más dramática del centralismo es aquella que lleva a la ciudad capital a todos los hombres mejor dotados de la creación literaria, quitándolos del medio donde viven en el que son necesarios para no detener su evolución. Nuestras fuentes de material literario están donde estamos nosotros y, si queremos crear un arte con cierta trascendencia universal, tenemos que revelar lo circundante, lo que nos va nutriendo por teluricidad, libertándonos del concepto equivocado de que lo regional es una limitación. Lo es sin duda cuando no contiene lo fundamental del medio que revela, pero cuando lo contiene trasciende hacia lo universal que es al fin y al cabo el destino de toda obra de arte, ya entonces mensaje con destino infinito.”
Ese fragmento expone de modo elocuente una razón literaria para que un escritor permanezca en el interior, en la medida que busca valorar las profundidades y rarezas de lo regional que, trabajadas por el lenguaje, se revelan universales. Sin embargo, parece haber también ahí una idea de que el artista del interior se va a corromper en caso de que vaya a vivir a una ciudad grande. Y, sobre todo, que recibe una misión específica de ser el bardo de su tierra natal.
Más aún, existe el riesgo de que, en una lectura rápida, se haga notar un criterio extraliterario (dónde vive el autor) en desmedro del criterio literario (lo que escribe). Entonces esa lógica puede llevarnos a tildar a los escritores del interior de monotemáticos, ya que dependen tanto de “lo circundante, lo que los va nutriendo por teluricidad.”
Juan José Morosoli fue un buen artista porque pensaba sobre eso y trabajaba los cuentos sin declarar melancólica o eufóricamente su programa.
(Continua.)
Paulo Damin (Caxias do Sul – RS) é tradutor e escritor, autor de “Adriano Chupim” (Martins Livreiro) e de “A lenda do corpo e da cabeça” (Coragem, no prelo).