ENSAIO

El arroyo Morosoli – pt. final

Imagem: arquivo pessoal.

Paulo Damin
Caxias do Sul – RS

Aqui, a parte final do ensaio inédito de Paulo Damin
para o escritor uruguaio Juan José Morosoli (1899 – 1957).
Leia por aqui as partes 1, 2, 3 e 4 do ensaio.

Milongas

Juan José Morosoli y Atahualpa Yupanqui se encontraron:

“Amigo:

Esta vez me toca escribirle desde mis cerros y lo hago con gusto para decirle que en otras huellas lo he recordado con estimación y que si no escribí antes ha sido porque a veces no tenía ni tiempo ni ‘libertad’ para hacerlo.

Ahora es otra cosa. Cerro arriba y montado en mi colorao, ya soy hombre y medio. Lo demás, es camino, nomás. […]

De mi pasar por ahí tengo un recuerdo muy lindo. ¿Sabe? He vivido medio de veras en su compañía, lo mismo con el amigo Dossetti y esa barrita folclórica de mozos guitarreros, llenos de buena voluntad y buen criollismo.

Esas cosas yo no las sé escribir. Las siento, nomás. Y así es mejor. […]

Para usted un montón de silencios fraternales y un abrazo paisano.

Atahualpa Yupanqui. Cumbre de Raco. Tucumán”

(Carta citada en Búsqueda, 12/08/1999, reportaje de César di Candia con las hijas de Morosoli).

***

Pero más allá de los encuentros literales entre los dos hubo unos encuentros literarios. Por ejemplo, todos los versos de El poeta, cantados por Yupanqui (¿es de él esa letra?), expresan la idea que tenía Morosoli sobre la postura que se debe tomar ante la literatura:

“Vive junto con el pueblo,
no lo mires desde afuera:
que lo primero es el hombre
y lo segundo, poeta”

O sea: para esos socialistas del interior, uno no debería sentirse tan especial por ser capaz de escribir literatura. Solo sería un escritor de verdad si fuera, antes, alguien que supiera trabajar a partir de un contenido social, y para ser un escritor de verdad uno tendría que vivir junto con el pueblo, ser el pueblo, hablar de sus cosas.

El diálogo entre Morosoli y Yupanqui sale más a flote cuando tomamos por mediador a Romildo Risso, uruguayo que contrabandeó sus poemas a Argentina y tuvo la felicidad de volverse canción por el guitarrero.

El paradigma aquí es el tema del carretero. Por ejemplo, aquel de Hay leña que arde sin humo, que escucha que lo comparan con la misma carreta:

“Carrero dicen por ahí
como quien dice carreta,
cosa que en el mundo
va de arrastro y a ‘onde la llevan”

¿Eso no suena como una reflexión de carretero morosoliano? Un trabajador al que no le importa lo que piensan de él, pues sabe que la dignidad es invisible como leña que quema sin hacer humo.

Pero lo que hay de más relevante aquí es la humanización de la carreta, el carro como personaje, como aparece en el poema de Morosoli Las carretas, que está en la antología de poesía gauchesca de Serafín J. García:

“Única es su pereza,
y distinta la música de sus ejes.
Son como el pago mismo
cordiales, afectuosas, fraternales.
Una vez yo vi una que decía:
‘Paisano, buenos días.
Si gusta vamos juntos,
como buenos amigos…’

Las carretas caminan rumbos hacia el pasado.

¡Son las abuelas de los pagos!”

Esas prosopopeyas (dar humanidad a la carreta, a la guitarra, al campo y a las cosas de campo) también iluminan la ética de la soledad, el cauce permanente en la poética pampeana, que aparece bien en el discurso del hombre que no se reconoce como un abandonado en Los ejes de mi carreta (otra de Romildo Risso).

El fundamento que hermana a los uruguayos y al argentino es, por lo tanto, el peón, el trabajador rural que no es el gaucho clásico, sino el descendiente vencido de él, visto como un tipo más verdadero.

El gaucho, como figura arquetípica, era un hombre libre porque era capaz de bastarse en el campo. De ahí viene tanto su lamento como su orgullo (su melancolía y su euforia). Pero el arquetipo, el héroe, o incluso el antihéroe, no es importante para Morosoli. Para él, “el gaucho es una mentira que se traga la gente; la gente romántica y sentimentaloide de nuestras ciudades. El pobre gaucho, en la actualidad es una ruina. Lo derrotó la civilización. Vicios y enfermedades hacen presa en él” (eso es de un reportaje transcripto a mano en la SADIL/UDELAR). Para Morosoli importan el campesino, el carretero, los sucesores del arquetipo, o lo real del mito; importan el hombre y la mujer. Esos vivientes son los personajes de Morosoli y, me parece, también los de Risso y Yupanqui.

El personaje de Risso al que no le molesta el ruido de los ejes de la carreta porque no tiene en qué pensar… Eso es no temerle a la soledad, vale decir: la muerte. Es el paisano que no necesita nada más: ni preguntar, ni escuchar, ni pensar. La soledad lo venció. Ahora carga con la soledad, la rumorosa soledad, haciendo chirriar los propios ejes.

No es un abandonado: es un derrotado. El abandonado no lleva el registro de una lucha, el derrotado sí. El derrotado vivió, tiene historia, pero el abandonado no se sabe. El derrotado es el ser humano maduro, una persona entera. Ya el abandonado se quedó a mitad de camino (el niño abandonado, o el cornudo, o un animal). El abandonado es, en la mejor de las hipótesis, un sobreviviente.

Los personajes de Morosoli no andan por ahí alborotados, tomando caña un domingo de fútbol, en busca de mujeres (salvo para formar pareja). Pero tampoco se acomodan en la nostalgia de cuando los carreros atravesaban la pampa recolectando oro de guerra o siguiendo patéticamente a los generales. Los personajes de Morosoli conquistaron la soledad y ella también los conquistó.

Por eso también se puede decir que, entre duelo, melancolía y euforia, la estética de Morosoli tiene que ver con el duelo. En su obra, hay una superación del fin del gauchaje.

Vivientes

Estábamos en una librería de usados, en Montevideo. Entonces se me apareció este ejemplar de Vivientes, uno de esos cuyas páginas hay que abrir con un puñal. Un libro con el diseño más ventilado posible: hojas anchas, márgenes amplios, times new roman 12.

No me lo iba a llevar. Ya habíamos comprado un montón de libros, pero Mônica me convenció abriendolo al azar en una página en la que estaba subrayada la frase “Está contento como si le lloviera adentro”.

Hace años que intento que le guste Morosoli, esa frase la tocó de primera.

—Fuerte, ¿no? —le dije.

—Entonces —me respondió—, lo tenés que llevar.

***

El cuento en el que está la frase de la lluvia se llama Regreso. No es de los más notables, a no ser que se considere, como me gusta pensar, que la obra entera de Morosoli se hace incluso con pequeños retazos aparentemente banales, pero fundamentales para el conjunto; y si nos ponemos a ver los fragmentos, lo que revelan acaba por justificarlos incluso aisladamente, del mismo modo que una cañada tiene su identidad aunque acabe formando un arroyo.

Regreso es la historia de un joven del interior que vive en Montevideo. Por lo tanto, es un tipo que está infeliz, hasta que, charlando con un viejo amigo de las bandas de Carapé, entiende que va a volver al pago.

Es curioso, cuando percibimos que vamos a acabar haciendo alguna cosa. Esa sensación de vislumbrar el destino, como una necesidad, más que como un deseo. Es que —no hay vuelta que darle— cuando una cosa puede suceder, va a suceder.

Comencé hablando de ese cuento sin saber qué decir sobre él, creyendo que era un cuento banal y ya me parece, ahora, uno de los más paradigmáticos de Morosoli. Meses después de comenzar estos apuntes sobre Regreso, descubrí que hay dos antecedentes: Hacia la calle real y Regreso de un vencido, relatos menos elaborados, en los que aparece el conflicto del joven del interior que piensa en salir —o piensa sobre los que dejaron el pago—, siempre con una perspectiva de fracaso en el intento. Son cuentos muy melancólicos, mientras que en Regreso prevalece el duelo.

Es un cuento sobre Montevideo (qué raro que haya personajes de Morosoli fuera de la zona rural). El joven provinciano mira el río, los frigoríficos del Cerro, el callejón sin salida donde vive, la calle llena de gente: algo muy opuesto al horizonte sin fin —y solitario— que es el campo. Y entonces le brota la idea: miseria por miseria, ¿por qué elegir la miseria de la congoja?

Por eso la lluvia. Regresa a su pago, quiere recuperar su interior, ajustar la soledad interna a la externa del campo, y siente el alivio: “Está contento como si le lloviera adentro. Mira y siente llover. Contento y sin pensamientos como un árbol.”

Entre las más de cien páginas de Vivientes, algún lector subrayó solo esas líneas, exactamente las que expresan la naturaleza morosoliana.

El viaje hacia Caxias

Yo había leído en la biografía escrita por Oscar Brando: “lo más lejos que se animó Morosoli fue a Cachoeira do Sul, en el Estado de Rio Grande. Acompañó, en noviembre de 1953, una delegación deportiva y de danza” (Interiores, 2009, p. 111).

Ya estaba comprándome un pasaje a Cachoeira do Sul, me iba a pasar una semana allá preguntándole a todas las personas de más de ochenta años: “¿por acaso sabe algo de un uruguayo que pasó por aquí en el 53?”

Entonces Mônica, mi compañera lectora, se metió a internet el 1º de abril de 2024 y encontró en la página de la UDELAR que “Juan José Morosoli falleció en su ciudad, de la que apenas salió para hacer alguna incursión por Montevideo y un pasaje por Caxias do Sul (Rio Grande do Sul), el 29 de diciembre de 1957”.

¿Una broma del día de los inocentes?

La sintaxis de la página es medio complicada, puede dar a entender que Morosoli pasó por Caxias en 1957, cuando en verdad esa es la fecha de su muerte. Pero igual: ¿quiere decir que Morosoli pasó por Caxias?

Es fácil confundir Cachoeira do Sul con Caxias do Sul, principalmente si uno no es gaúcho, ni brasilero. Pero no me pareció conveniente dudar de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, institución que mantiene archivos de Juan José Morosoli (a propósito, gracias por dejarme leerlos). Lo que podía hacer era escribirle a Oscar Brando, preguntándole si recordaba de dónde había sacado el dato sobre Morosoli que había hecho un viaje a Rio Grande do Sul, que era el dato que más me había llamado la atención en la lectura de la biografía: el dato sobre el que tal vez pudiese escribir con más autonomía.

Mientras Brando no respondía, me puse a imaginar un cuento sobre Morosoli en mi ciudad.

***

La primera cosa sería narrar el viaje en un ómnibus viejo, remontando de Minas a Caxias en un fin de semana, porque todos en esa comitiva debían trabajar por lo menos de lunes a viernes.

Me imagino al grupo tomando un montón de vino y el vino terminándose antes de llegar a la frontera. Entonces Rodríguez, el chofer, puteando a todos como un tío cariñoso, aparentemente enojado, pero de fondo agradecido porque tendrá otra anécdota de pasajeros para contar.

En Caxias, momentos de mate con yerba en polvo, verde cotorra. Algún jugador minuano comentando que “estos a la yerba se la comen”. Mates que parecen palanganas.

Harían un asado. Reclamarían que la carne era demasiado seca (“estos brasileros, mirá, mejor ni digo nada”). Y habría un bizcochuelo celeste con las palabras “Viva el Uruguay” en dorado.

***

Otra cosa que seguramente sucedería es el encuentro con intelectuales representativos de la región. Las autoridades y la intelligentsia municipal queriendo hablar español. “Si me permite, déjeme decirle que yo también soy escritor, señor Morosoli”. “Si me permite, déjeme decirle que en el fondo somos todos gauchos…”

Aunque, en Caxias, era más probable que las personas quisieran hablar en italiano. “Déjeme decirle que en el fondo somos todos inmigrantes…”

Y Morosoli ahí, ya arrepentido de haber salido de casa.

Tal vez el mejor momento para él sería el trayecto, por el paisaje. En la ciudad, ya no vería tantas araucarias y siquiera el arroyo Floresta le parecería saludable; el arroyo un aguita flaca, pasando mansa como si tuviera que pedirle permiso a los desechos de la civilización. Sin embargo, a la subida de la sierra Morosoli vería muchos árboles, y encima enmarañados: una selva.

— Pero, si lo que hay en Minas son sierras, eso que tuvimos que escalar es una montaña — diría alguien.

Y el frío. La cerrazón. Rodríguez puteando por la falta de visibilidad en la ruta (“¡Decime si esto es clima para las dos de la tarde!”). Los jugadores reclamando que se habían comido un gol porque no veían la pelota. Las bailarinas con las piernas congeladas. Morosoli pensando: “¿me habré metido en esta gauchada por nostalgia de aventuras?”

***

Dice en un ensayo que “escritor es quien teniendo algo que decir lo hace sencilla y claramente. Tener algo que decir: esto es, algo que haga sentir o pensar o razonar. Siempre tiene que ocurrir así. Una lectura que no haga sentir o pensar o razonar es una lectura sin destino” (La soledad, p. 125).

Bueno, hay que tener algo que decir, algo que haga sentir o pensar o razonar; pero también, o fundamentalmente, el escritor tiene que tener algo que lo haga sentir o pensar o razonar para que escriba, por fin, algo.

Entonces, me parece que el escritor es el que busca todo el tiempo tener qué escribir, el que vive en busca de un destino, un sentido, un objeto para sus ganas de escribir.

Esos “sencilla y claramente” en las palabras de Morosoli se refieren más al hecho de que es simple y claramente el modo como el escritor se pone a escribir; se refieren más al gesto de escribir que al texto, más al acto que a lo que el escritor escribe.

No el texto simple y claro, sino ponerse en actividad: la voluntad del escritor es la que debe ser simple y clara. Escribir tiene ese lado. No solo escribir cuando se tiene algo para escribir, sino escribir para hacer algo útil con el tiempo.

¿Será que pasarse todo el día trabajando en la barraca era plenamente útil para Morosoli, en caso de que no apareciera durante la jornada alguna idea, algún pasante contando una historia; en caso de que no lograra tomar unas notas de diálogos y paisajes entre cálculos y burocracias?

En la visita a Caxias, habría sucedido algo digno de un cuento.

Cada uno de la caravana uruguaya habría recibido, como souvenir, una plantita de flor de cierta señora. Rodríguez iba a rezongar, imaginándose las plantas enchastrando los bancos del colectivo, y Morosoli iba a pensar: “pero claro, puedo escribir sobre esta mujer que cultiva flores en la casa y después se las da a los desconocidos”.

Eso sería una forma de justificar el viaje.

El cuento de Morosoli llevaría el nombre de la mujer. El narrador delinearía su perfil, su casa, su pueblo. Tendría un drama oculto, la señora de las flores. Un hijo, ninguno. La flor como metáfora del fin: las plantas, cuando florecen, es porque tienen miedo de extinguirse, se sienten amenazadas. Abrirse al mundo, seducirlo es una estrategia de supervivencia.  

***

Ya me estaba gustando la idea que se iba creando de Morosoli en Caxias cuando Brando me respondió diciendo que había encontrado las anotaciones que usó para la biografía.

De hecho, la comitiva uruguaya había ido a Cachoeira do Sul, a invitación de Sara Claveaux de Jardim, una señora uruguaya casada con un brasilero.

La prueba final la obtuve en el Archivo Histórico de Cachoeira. Las archivistas me mandaron una foto de la edición del 15 de noviembre de 1953 del Jornal do Povo, con una breve noticia sobre el paso de los uruguayos y reprodujo fragmentos del reportaje Minuanos en Cachoeira do Sul, escrito por Juan José Morosoli para La Unión, de Minas:

“Atos de hierarquia insuspeita foram dando com eloquente força a ideia que tem de nossa amizade o culto povo brasileiro. Grandes grupos atléticos e um excelente conjunto de ballet, constituído por belíssimas alunas, nos ofereceram, entre outras, uma versão personalíssima de Tico-tico no fubá, que serviu para que compreendêssemos o sentido do ritmo, da cultura musical e do bom gosto daquele povo que ama, canta e sente sua terra entranhadamente.”

Alguien se anima a retraducir Morosoli al castellano? No encontré la nota original.

Pero le avisé a UDELAR sobre el error de la página.

Hombres y mujeres

Querida Ann:

Te presento a este amigo: un libro.

Un libro de un autor de mi tierra, de un hombre que ha sabido reconocer y plasmar en sus cuentos algunos de los prototipos de los hombres y mujeres que pueblan nuestra campaña y mostrarnos, en sus modestos personajes, el alto valor espiritual que generalmente guardan escondido en su interior nuestros campesinos. Quizá en alguno de ellos puedas encontrar una de las tantas personalidades que te ha tocado conocer en tus giras por nuestro País.

Te digo que es un amigo porque pienso que un buen libro lo es: sabe entregarse entero, leal y sincero. Se brinda tal como es.

Afectuosamente

José Miguel

24/XI/78

***

Esa dedicatoria está en el ejemplar de Hombres y mujeres (Banda Oriental, 1970) que encontré en una librería de usados en Brasil, en 2024, después de recorrer Montevideo sin encontrarlo. Me costó como un kilo de yerba.

Sintámonos a gusto para imaginar por qué el libro fue a parar ahí. ¿Pero quiénes son esos lectores de Morosoli?

Ese nombre, Ann, podría ser de una yanqui, o incluso de cualquier otra nacionalidad. La única certeza es que no es uruguaya, o no lo era, en 1978, o entonces fingía no serlo, pues el personaje que le dedica el libro parte del principio de que Ann no conoce a Morosoli y que podría reencontrar en la literatura morosoliana algunos elementos que debe haber encontrado en sus paseos por Uruguay.

José Miguel, a su vez, por lo que se entiende de los pronombres en primera persona usados en la dedicatoria, ya era uruguayo en 1978.

El texto, sin embargo, no nos da apellidos ni elementos para asegurar que José Miguel se llamaba de hecho así. Lo mismo pasa con Ann, que podría llamarse Ana, Anna, Ane, Anne, Hannah, Natalia o cualquier nombre que comienza con n: una incógnita.

Otra pregunta relevante es ¿por qué José Miguel regaló el libro Hombres y mujeres y no otro?

Puede ser que fuera el único que tenía, o era el más barato en la librería. Y puede ser que de verdad le gustara, claro. ¿O capaz le apostaba a la sugerencia casamentera del título?

***

Sin saber dónde encontrar la verdad, fui a una escuela pública rural y le mostré la dedicatoria a niños de diez años (la edad que Pepe tenía cuando salió de la escuela). Les pedí que me ayudaran a develar el misterio sobre quién eran los personajes.

Salieron cosas como “Ann trabajaba como vendedora y le encantaba leer”. O entonces: Ann era detective, o escritora, o diputada, o cocinera.

José Miguel, de profesión, va desde jardinero y agrónomo hasta coronel, o incluso “trabajaba en la computadora investigando informaciones de varias cosas, por ejemplo el pronóstico, y todas las informaciones tenían que ser verdaderas”.

Según los chicos, la edad de los personajes estaría entre 25 y 35 años. Excepto en la dimensión en que José Miguel sería coronel: allí tendría 97 años y Ann, diputada, 94.

Con respecto a la relación entre ellos, la mayoría dijo que eran amigos desde la escuela. Algunos, sin embargo, apostaron a casamientos, como mínimo con dos hijos. Una alumna dijo que sin duda eran primos.

¿Qué habría sucedido después de 1978? Murieron en la guerra, dijo la alumna que afirmó que eran primos. Otra escribió que Ann murió de canser (cansera, supongo) y José Miguel entró en depresión. Un alumno comentó que puede haber sucedido un divorcio. Una alumna dijo que, después del 78, sucedió el 79.

Finalmente, les pregunté cómo el libro había ido a parar a una librería de usados en Brasil. La mitad de la clase respondió cosas como “porque lo escribieron con lapicera” o “pues contaba algo importante y muy antiguo”. Otras respuestas son que “probablemente alguien usó el libro y lo puso en la librería para que otras personas pudieran leerlo”, o que el libro fue a la librería “porque Ann se peleó con José Miguel y lo vendió de bronca.”

Todas las respuestas me parecieron correctas.

***

Pero ahora vamos a echarle un vistazo al texto que ese lector de Morosoli escribió en forma de dedicatoria.

José Miguel habla de Juan José Morosoli como “un hombre que ha sabido reconocer y plasmar en sus cuentos algunos de los prototipos de los hombres y mujeres que pueblan nuestra campaña y mostrarnos, en sus modestos personajes, el alto valor espiritual que generalmente guardan escondido en su interior”.

Parece ser una lectura social, la de José Miguel. Una lectura que el propio Morosoli habría apreciado y que, en los años 1970, como se deduce del texto de José Miguel y de todos los prólogos de Heber Raviolo, ya estaba consolidada.

La idea de que los campesinos guardan escondido en sí un alto valor espiritual dialoga bien con las ideas del minuano:

“Aquel hombre puede revelarse solo acompañándole sus procesos mentales. Porque él no dialoga ni comparte emociones. Él no rumbea. Echa por picadas. No rodea, corta. No desenreda, corta. Por eso es tan dramático su silencio” (La soledad, p. 69).

Del mismo modo, la imagen proyectada por el lector José Miguel sobre Morosoli (“un hombre que ha sabido reconocer y plasmar en sus cuentos algunos de los prototipos de los hombres y mujeres”) también está de acuerdo con la imagen que el escritor esperaba proyectar de sí mismo:

“Se sabe aquí que no soy un literato —de lo cual Dios me libre y guarde— sino simplemente un escribe-papeles y que pongo en ellos un poco del drama de cada hombre humilde de los que voy encontrando en la huella para consuelo de mi sentimiento de fraternidad y porque sé muy bien que esos hombres que intento revelar —por un fatalismo que sin duda terminará cuando ellos tengan conciencia de su rol— no muestran por sí mismos las dimensiones de su espíritu. Trabajo pues con la segura tranquilidad de que no soy un artista sino un hombre que anda entre los demás buscando entenderlos para entenderse a sí mismo y el tiempo en que vive” (La soledad, p. 75).

Ahí está la imagen del artista al servicio del pueblo, como un revolucionario, idea muy difundida en el siglo XX (esa cita es de 1945). Era la humildad del trabajo social, casi un pedido de disculpas por saber ler y escribir mientras tanta gente veía la lectura como un viaje a París: “¡el que puede puede!”.

Sin embargo, más que el arte comprometido, que es un fenómeno de afuera hacia adentro (de la “alienación” hacia la “lucha”), Morosoli se presenta como el propio hombre del pueblo hablando sobre las cosas del pueblo.

Por lo visto, entonces, la dedicatoria de José Miguel a Ann se puede leer como una crítica literaria común en el siglo XX. Al menos de ese grupo que prefería el realismo: una literatura basada en los deseos de la entrega total, de lealtad y sinceridad: “narrar es nada más que esto. Contar lo que se ve, que es decir recrear una emoción nuestra sacándola desde dentro hacia afuera para el conocimiento de los demás” (La soledad, p. 90).

Bueno, también está eso de que la emoción debe recrearse y que debe salir de dentro de uno mismo; por lo tanto, el realismo no sería una descripción fría de la realidad: es más bien un trabajo humano a partir de una emoción generada por la realidad.

Entonces destaquemos la presencia de la palabra “interior” en el texto de José Miguel: “el alto valor espiritual que generalmente guardan escondido en su interior”, dice. ¿En qué interior? ¿El interior de cada ser humano? ¿El interior geográfico, la zona rural? ¿La colectividad campesina?

El “valor espiritual” parece llevarnos a entender ese interior como algo individual, pero aun así: es un tema infinito como la pampa.


El viaje hacia Minas

La primera vez, en verano, estuve con Mônica. Fuimos a visitar el campo, a tomar mate cerca del río Santa Lucía, donde si uno se queda mirando el Cerro del Cuervo el volumen de los pensamientos queda bajito, bajito. Qué siesta me hice tirado en el pasto.

Después, con Leonardo de León, estuvimos en la Casa de Cultura. Le conté cómo me había interesado por la obra de Morosoli:

—Me gané un librito barato en una rifa, como el personaje que se ganó un camión —dije—. Ahora quiero descubrir por qué me gusta.

A Leonardo le pareció que yo estaba a la deriva, enamorado de un objeto inencontrable, o sea, le parecí un lector confiable. Me apoyó. A él le gustan las historias de lectores, incluso las escribe.

***

La segunda vez que estuve en Minas era invierno. Estaba solo. Quería sentir la ciudad, escuchar a la gente, escribir.

Leonardo entonces me preguntó si finalmente había entendido por qué me gustaba la literatura de Morosoli y más que eso: qué había descubierto sobre mí, sobre mi búsqueda personal en esa investigación literaria.

En ese punto alguien dijo que tener que viajar y conocer gente de otros lugares para escribir un libro era una buena excusa para viajar y conocer gente de otros lugares, y encima escribir un libro.

Eso tiene que ver con la idea de responsabilidad en los cuentos de viajeros de Morosoli. O sea, para que el desplazamiento tenga sentido (literalmente), uno tiene que tener una razón específica. Uno tiene que producir algo, aunque sea un aprendizaje. Transportar cosas y visitar el mar están bien, pero deambular nomás…

Digamos, entonces, que viajar y escribir un libro es un modo de sentir y generar los efectos prácticos del lirismo.

Mi búsqueda puede ser que venga de la fiebre de la lectura. No fui capaz de aliviar la inquietud literaria traduciendo la obra de Morosoli en casa, ni escribiendo sin salir más allá de los límites imaginarios del barrio. Me pareció necesario caminar, estar en Minas, vivirla aunque fuese por un par de días. Azuzar la ironía de viajar para rastrear a un personaje que no viajaba. Cuestionar la identificación que la figura de un escritor que nunca salía de su pequeña ciudad generó en este yo lector. Estar en Minas para intentar descubrir qué había en su interior que le bastaba a Pepe.

¿Buscar a Morosoli en Minas no sería un intento de sacudirlo, de sacarlo un poco del pueblo? ¿O de evitar que yo mismo perdiera la movilidad?

Más que respuestas a la pregunta de Leonardo, me volví con más cuestiones, y no son siquiera mejores.

***

¿Qué habrá de morosoliano en Minas?

Cuando estuve allá, los mates ya eran de silicona; las ropas, de plástico; los carros, eléctricos. Pero pienso que los rasgos morosolianos no serían objetos antiguos como porongos y carretas, sino cosas con alma. Las cosas no por las cosas, sino lo que expresan: la gente que las hizo y el paisaje donde están.

El lenguaje. Los saludos de los minuanos: holas, buenas o el más profundo jough, gesto universal y típico del interior, seguramente la primera palabra que se creó en las cavernas primitivas y que permite que entablemos una relación hasta hoy.

Otro ejemplo: visitar a Laura, nieta de Morosoli, que me mostró fotos de la familia, inclusive una de Pepe y su esposa Luisa poniendo agua en el radiador de un auto como en el cuento hacia el mar, y otra donde el matrimonio mira a la cámara como quien acaba de levantarse de una siesta veraniega.

O también, caminar con Julián, nieto de Morosoli, por el barrio Olímpico a ver lo que restaba del terruño morosoliano. Una araucaria. La casa. La cancha de Central. Y sobre todo: parar delante de la cañada Zamora para escuchar la zamba en la voz de Cafrune: “Tu fuistes quien me enseñaste que el hombre es paisaje que anda.”

En la feria, mientras compraba manzanas, escuché a una profesora que le contaba a otra sobre un paseo que habían hecho recientemente por el campo:

—Cerca del arroyo, viste, estábamos con los chiquilines y uno —no, pará, escuchá— uno que nunca había salido del pueblo, cruzamos un bando de pavos y el gurí me dice alumbrado: mirá, Lucía, una paloma gigante!

Recorrí Minas en el silencio de las mañanas, cuando las casitas me parecían de cementerio. Todo seco, medio descascarado, oliendo a quemado y húmedo. ¿O lo del cementerio sería por lo sagrado? Por estar en un territorio que había mapeado antes como literario, capaz.

Por fin, cuando estuve en el campo santo de verdad, le conté a Pepe que me gustaría escribir una novela sobre un lector suyo.

—¿Por qué no escribís sobre la gente de tu pueblo? —me dijo.

—Vaya uno a saber si escribir sobre lo tuyo no es escribir sobre lo mío —arriesgué a contestarle.

Había un viento bueno, eran las cinco de la tarde. Quería tomar notas pero me avergonzaba hacerlo ante el interlocutor.

Así que estuvimos tomando mate hasta que vino el empleado a decirnos que cerraba.

Paulo Damin (Caxias do Sul – RS) é tradutor e escritor, autor de “Adriano Chupim” (Martins Livreiro) e de “A lenda do corpo e da cabeça” (Coragem, 2025).

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